La verdad sea dicha, lo que me gustó de ti fue tu pitote como pa tejerte un mameluco chico no muy grande, con sus respectivos aguacatotes primera cosecha de Uruapan, y dejarte seco a base de lúbricos pepazos. Lo siento, no fueron ni tus ojos (que, por otra parte, siempre me han parecido hermosos), tu sentido del humor (por demás procaz e irreverente), tus manotas y el buen chasis (para no caerme). O quizá la suma de todo ello, pero también (la verdad sea dicha), y definitivamente, te ví el paquetote y dije: !No soy religiosa, pero Dios Mío, que pe-lo-to-tas!
Así lo sentí, pero lo supe aún mejor cuando las tuve en mis manos, entre mis senos, adentro de mi boca, y golpeando mis nalgas, el primer día en el cuartito de las computadoras. Entonces, tuve la epifanía de que serías mío ahí y para síempre, que no podrías dejarme jamás, que no podrías coger con nadie más, no por temor a alguna maldición de gitana que te provocara impotencia, sino un elíxir como el veneno que las esposas italianas dan en sus maridos en el desayuno, y si no vuelven en la noche a tomar en la cena el antídoto, lo pasan muy mal.
Solo que mi veneno no te hará daño inmediatamente, y sí podrías coger, pero con la diferencia (que no es poca cosa), que será inevitable para ti recordar los mutuos aprendizajes y descubrimientos, encuentros y desencuentros, y saber que, en ese momento, fui tuya por el sexo sí, pero también, porque fui la primera y última, y por ello, la más importante. Sentirás nostalgia, me pensarás. Y poco a poco irás perdiendo la erección sin quererlo.
Desde el principio (cómo no) supe que tendrás otras, más buenas quizá, pero no mejores. Porque te inicié en esto, porque me iniciaste en ello, porque nos graduamos el mismo día. Puede haberlas más chichonas, pero no que den más leche, reza el refrán. Y la verdad sea dicha, ni a vergazos me bajarás de mi pedestal.
No eras mío por la ley.
No eras mío por la sangre.
Serás mío por el sexo.
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El que parte y comparte...
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