Las mujeres ingresan al salón de forma anónima, por supuesto, a mi antojo. Entran, venda en mano, al salón que está dispuesto con pedestales de todos tamaños;camastros altos y bajitos; taburetes esquinados para arremeter contra las cornisas, sillas acojinadas, periqueras, sillones giratorios, reposets de piel, cubos estibables.Cada mujer debe ser sometida, al menos, una vez en su vida al escarnio del salón. Ahí, deben acatar, al pie de la letra, la voz de mando. El encierro debe durar de menos un mes, asegurarse que cada una complete un periodo menstrual; una luna. Los trabajadores que hayan elegido este infierno, nunca saldrán de allí, tampoco envejecerán, no tendrán nombre, ni serán identificables bajo ningún pretexto; se limitarán simplemente a obedecer. Ellos deben llenar los requisitos a saber: tener sexos hermosos, disponibles, recuperables inmediatamente después de su uso y beneficio. Los sexos serán tan diversos como sea posible y de habilidades extremas; tanto como gimnastas.
La luz del salón será graduada a merced de la voz de mando. A veces será azul de puesta o de crepúsculo, otras será de veladoras o artificial indirecta. Las mujeres deben ingresar vestidas con ropa tan ligera que al soplo del viento o de ventilador podrán quedar despojadas completamente. La tela será traslúcida. El viento en ese salón es quien debe portarse indiscreto. En cuanto ponen un pie adentro, las mujeres sentirán el cosquilleo típico de escapada con el novio; tenderán a no encontrar postura habiendo tanto en dónde echarse, se querrán morder las uñas, meter la mano entre las piernas. La sangre que las recorre hará una vibración y ésta un ruido que puede escucharse como música, el bombo es el corazón que irá aumentando sus latidos.
Los trabajadores nunca descansan, sus ojos, dedos, bocas y penes se deben mantener alerta, prestos a acatar órdenes. En este instante una mujer es doblada sobre un camastro, nadie habla y ella no puede moverse. Una mano de trabajador ajusta la altura del camastro; las puntas de los dedos de los pies de la mujer deben tocar el piso frío; se alcanzan a doblar como para impulsarse de menos tres centímetros. Lo demás está sujeto con bandas inofensivas que la atan en las partes que no se van a ocupar. La cabeza queda dentro del agujero especial que le impide despeinarse, mucho menos torcerse el cuello. Los trabajadores conducen sus manos a las agarraderas que le quedan a la medida, el material ahulado evita lastimaduras durante todos los apretones que va a ejercer.
La voz ordena que se abran una a una las ventanas, el viento levanta la falda, deja al descubierto las nalgas amelonadas, expuestas. Los pechos se han pegado al colchón, se redondean y los pezones, cada uno, lucha para botarse.
Una pluma de pavorreal recorre la nuca de esta mujer. La peina. Es metida en un tintero de agua tibia para humedecerla toda, el viento hace que a su piel se le levante cada poro y con él vello por vello. Al mojar la baja espalda, la mujer se empieza a escuchar; gime. Unos reproductores de sonido hacen eco de su voz. Una palangana con agua de hielo es vertida sobre sus nalgas. Ahogadas, cada una se cierra y se abre deseando ser desplazadas. A chorro de regadera, los trabajadores mojan con agua casi caliente, las piernas. Lavan sus pies. Se toman un día por dedo.
Un pene es llamado para pasearse en el cuerpo de esta mujer humectada. Éste se regordea husmeando donde no lo llaman. Los puños de la mujer mojan los hules. En el piso hay un espejo para que ella misma se vea la cara. La mujer es penetrada cada día por pequeños objetos; los juguetes que pueden disponer los trabajadores, unos que tienen sabores y texturas y otros que vibran. Más de un pene pasea por toda su piel, el desfile se le va presentando debajo del camastro. Si es su deseo, ella los llama con la lengua, pero es tan breve el contacto, que se enoja y se pone tan ansiosa que le propinan varias nalgadas unas palmas enrojecidas.
Su ciclo menstrual se aproxima, ya comienza a manchar. Una lengua se mete entre sus labios, busca morder el clítoris pero como si fuera botón; lo envuelve entre su boca y dientes. La mujer abusa de ese juego que tiene con los tres centímetros. Se oye algo entre arrullo y grito.
Vertiginosamente el camastro es trasladado hacia un alféizar, sus piernas le cuelgan al precipicio. Ahora sí, está a merced de la fogosidad del viento. La boca que besa su pubis la dedea. La voz manda a que toque su ano, esa piel de elefante que hace muecas y se contrae. Uno de los penes, mientras tanto, de golpe, se arriesga a perderse dentro de la vagina, las piernas de ese trabajador están al borde de la cornisa. Antes de ejecutar, hace que se abra, que goteé.
La mujer es nuevamente trasladada, la inclinan al gusto de los trabajadores, quienes de vez en cuando tienen permiso de manipular, el del pene elegido, es llamado, la voz lo acredita como debe de ser, lo palpa y lo envía a que sea expuesto sobre el espejo, la mujer debe apetecerlo, rogarle que entre en su boca. «La cabeza que tienes atrapada entre la lengua y el paladar, querida mía, va a ser injertada en tu ano». Lamentablemente se saldrá y no volverá a entrar a menos que supliques, y entonces sólo sucederá cada cuarto de hora por una hora, cada catorce minutos por otra y así sucesivamente hasta acabar con centésimas de segundo. «¡Deténgase la boca que besa clítoris y labios, que el trabajador saque los dedos. La mujer empuja la cadera, enfurece y suplica. El pene entra primero en vagina, luego merodea ano. ¡Que entre el glande, sólo el glande y que vuelva el pene a vagina! «¡Ábrele las nalgas, regresa al ano e introduce. Saca y roza todo su cuerpo con el pene, que deje un lastre de semen, que esta mujer quiera seguir la huella! Vuelva el pene al ano, ya estoy cronometrando!»
«Tienes derecho a gritar, tienes la obligación de gritar, cada vez aumentarás el tono, te desgañitarás. Los trabajadores le van soltando las vendas, al levantar el cuerpo, la mujer arquea la espalda, sus senos aparecen sedientos. Dos bocas con manos, lamen y arrancan la leche de los pezones. Una mano tira de su greña, unos dientes mastican las nalgas. La mujer recibe sexos, lame y lame. Su boca espera alimentarse de semen, bañarse en semen, derramarse sobre semen. Toda mujer que ha estado en este salón, debe volver a él cuando ella lo disponga.
Yolanda Lacaeri
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El que parte y comparte...
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