Señoras y señores:
No quisiera que por ningún motivo se me malinterpretara. Si he aceptado hablar en estas páginas, esto no significa que haya decidido adelantar la cita que tengo prevista con cada uno de ustedes y, tampoco que las aclaraciones que en seguida haré deban tomarse como una prueba de deferencia que los hará merecedores de un trato especial a la hora de la hora. Desechen cualquier esperanza: no somos amigos. Estoy en estas hojas por curiosidad, vine aquí para mirarlos en una circunstancia distinta de aquellas en las que normalmente me les aparezco: estoy cansada de los rostros convulsionados por el dolor, de los cuerpos que temblequean por la enfermedad o por los años; cansada de esas expresiones de pánico que afloran cuando se me siente llegar.

Sí, como ya lo habrán comprendido, soy la Muerte. La misma que en el 85 descubrieron al remover toneladas de escombros, la que estaba allí bajo los montones de miseria y tabiques dándose un gran banquete; la misma que desocupa todos los cuartos de los hospitales para que la avalancha de agonizantes no se congestione en los pasillos y cada infeliz pueda tener una cama desde la cual saltar a mis brazos. Soy la Muerte, esa que derriba al avión, la que atasca los pulmones al ahogado, la que revienta los sesos con el tiro de gracia, la que igual barre con con los viejos secos de un asilo que arrasa con las tiernas esperanzas de una maternidad, la que nunca se va en blanco, la que separa a los amantes, dispersa las reuniones e introduce ese tufillo de carne descompuesta en los velatorios. Soy la incansable: quien troncha a miles de personas por minuto, quien mantiene ese rumor estereofónico procedente de todos los paises del orbe, ese cacareo ronco que se escucha a todo lo largo, ancho y hondo de ese inmenso corral planetario, donde sólo rige mi ley. Mi arbitraria, soberana e inviolable ley insobornable del aquí te mueres, del aquí te quedas, del aquí no pasas, del aquí te acabas.

Soy la Muerte: quien les arrebató a su madre, a su padre, a su esposo, a la abuela loca, a la tía soltera, al hermano mayor, al amigo de la infancia, a su cantante favorito. ¿Qué pasó con aquella mujer que vendía los periodicos, qué sucedió al desconocido que las llantas del automóvil embarraron en el asfalto, qué a los pescadores que perdieron el rumbo y en lugar de remar hacia la playa remaron hacia adentro…? Yo los tengo, a todos los desaparecidos yo los tengo. Soy la que ya conocen: por mí han llorado, se les ha secado la garganta, enrojecido la cara e irritado los ojos; por mí han moqueado y berreado y han pedido perdón juntando las manos y alzando los brazos. Soy la de siempre, la que habrá de cargar con ustedes y con sus hijos, y con los hijos de sus hijos hasta que al final no quede nada: ni un último vástago, ni un borroso recuerdo.
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El que parte y comparte...
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